QUÍTENME LA ALEGRÍA

 


En el día del bien goza del bien;

y en el día de la adversidad

considera

Ec. 7:14

 

No estar alegre es horrible ¿A qué clase de monstruo no le gusta reír? La sonrisa es bella, luminosa, agradable. Abre las puertas en entrevistas, relaciones y comercios de todo tipo. Esa curva particular de los labios, como queriendo alcanzar las orejas, es la marca de todo lo bueno y bello que tiene la vida, exceptuando, claro está, sonrisas como la de Phoenix interpretando al némesis de Batman o la de Jack Nicholson diciendo: “Here’s Johnny”.

A propósito de sonrisas perturbadoras, varias voces afirman que en Colombia hay razones de sobra para reír. Por supuesto es un motivo de alegría que algunos ya estén superando el fantasma del coronavirus, es satisfactorio ver que muchos lograron el milagro nacional del último par de años: sostener a sus familias sufriendo la presencia de la nueva virosis y la ausencia de todos los viejos gobiernos. Sin embargo, una sombra horrorosa se asoma en medio del tímido festejo.

Las no sé cuántas mil vacunas hacen recordar que todavía queda más del 99% de Colombia sin la oportunidad de recibir alguna. El “Sí, sí, Colombia. Sí, sí, Caribe” no logra hacer olvidar que estamos en el podio de las peores gestiones sobre el tema. Pero “que nadie nos quite la alegría”, insistía el mandatario desde la Guajira.

A la vida llegan momentos difíciles donde todos debemos decidir si seguimos sonriendo o cortamos la fiesta de las carcajadas para enfrentar las malas noticias. Garzón y Collazos ya nos advertían que “el dolor y la alegría son la esencia permanente de la vida”, excepto en Colombia, al parecer.

Al país más feliz del mundo no le puedes decir que las cosas están mal, que su actual gobierno tiene la peor gestión de las últimas décadas, que las vacunas tardías no cubren ni el 1% de la población y que, para rematar, varias parecen haberse perdido y/o dañado. Levantarse en la mañana recibiendo noticias de nuevas y viejas masacres de papá Estado y el cartel de moda en el calendario de la corrupción hace que algunos ya no tengamos ganas de ponernos la camiseta de la alegría.

“Te quitás esa camiseta o te pelamos”, dijeron alguna vez por ahí. La camiseta de luto, a diferencia de la sonrisa, es fea, dolorosa y opaca: evoca fantasmas. Son como la máscara de la Muerte Roja en el cuento de Poe: nos recuerda que ninguna fiesta hará desaparecer la sangre y la enfermedad. A despecho de los embajadores del optimismo ciego, las malas noticias no desaparecen si las ignoras.  

A mí nadie me quita la alegría, ella se va solita y con reverencia cuando aparecen las malas noticias. Ver los horrores del país no produce carcajadas, excepto para uno que otro ser diabólico en el submundo de Polombia. Quítenme la alegría si lo que se quiere es sonreír guasónicamente en un país feliz lleno de hambre, masacres, robos, mal gobierno y toneladas de alegría. Soy feliz, pero no estoy alegre mientras escribo esto. Acepto los cargos judiciales por no sonreír ante las dosis que nos llegaron por beneficencia internacional. Destiérrenme de los jolgorios, porque justo ahora no quiero gozarme una rumba sobre el cementerio de la nación.

 

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