La muerte de la muerte

La muerte ha muerto, al menos como símbolo atemorizante o, en su defecto, respetable. Ante monstruos más inmediatos como la pobreza extrema o el hambre, las personas suelen ceder más allá de lo verosímil. Muestra de ello es el saqueo incendiario de combustible en Magdalena y el atraco masivo de pescado entre Cartagena y Barranquilla. Pero todos los umbrales fueron definitivamente traspasados en Tunja en una escena única de terror psicológico: nuestro propio Silent Hill.

Un carro fúnebre fue interceptado por un equipo (o banda, vaya uno a saber) de menores de edad quienes, sabrá el demonio en qué se inspiraron, decidieron tomar el ataúd y ubicar al niño muerto en la cancha, cerca de la portería, para que recibiera un pase y metiera un gol de rebote. Acto seguido, el video muestra cómo todos celebran el "gol del muerto" y no pocas personas en el público aplauden la anotación.

La muerte y el fútbol son símbolos patrios más potentes que las cornucopias amarillas o el sombrero frigio. Sin embargo, esta nueva manera de fusionarlos está más allá de la comprensión. Al parecer, esta crisis mundial ha empujado a la sociedad a revelar sus más profundas roturas mentales y culturales. La muerte perdió su poder reflexivo y sombrío y ahora es un compañero más para los picaditos pandémicos del barrio.

La posibilidad de enfermar y convertirse en cadáver ya es parcera de juegos. Esta pérdida de categoría junto con la pérdida de sentido común, dignidad y, en últimas, de la vida, nos recuerda lo importante que es el mirar la muerte con la reflexión que le rodea. Se trata de el fin, es decir, demanda una evaluación vital de qué se ha hecho y qué se ha dejado de hacer. La luz que sale de la guadaña nos muestra cómo todas las superficies son la misma osamenta al final y, se supone, esto debería inspirar un verdadero aprovechamiento y disfrute de la vida y su esencia. Pero para nosotros no.

Los líderes sociales asesinados se esperan cada ocho días junto con el ajiaco del domingo. Las mujeres ejecutadas por sus abusadores se pierden entre el nuevo video de Minaj y la eterna banqueta de James. Los niños mueren de hambre en la costa mientras la primera dama posa en la Guajira para una conmemoración que nadie entendió. Esto ha resultado, finalmente, en la muerte de la muerte, es decir: la miseria de la vida.

Con la sangre y los cadáveres saturando el imaginario colombiano, es comprensible que ya su temor se haya perdido y no de la manera heroica de los románticos. La muerte ya no es el visitante examinador sino un vecino juguetón durante el coronavirus. No sólo Tunja, sino el país entero aplaude el golazo que nos anotamos (autogol, realmente) en nuestra dignidad humana gracias a una triangulación impecablemente sucia entre el abandono estatal, la saturación de plomo y machete, y el encierro con nuestra psicopatología nacional.


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